No es ideología, es la cuenta

Camilo Furlán

Productor e innovador en proyectos de sostenibilidad y tecnología aplicada a la agricultura en la provincia de Misiones, Argentina.

Mientras los foros globales discuten roadmaps para 2050 y las corporaciones venden sostenibilidad de catálogo, en los barrios, las chacras y las veredas, una transición práctica y silenciosa ya está en marcha. No la impulsa una ideología, sino la necesidad. No la lideran teóricos, sino quienes, ante el costo insoportable del presente, empezaron a buscarle la vuelta.

Si uno se para en el centro de cualquier ciudad, la narrativa del progreso parece intacta: más consumo, más innovación, más crecimiento. Pero es una fachada. Detrás, la crisis se siente en el bolsillo, en el precio de los alimentos, en la factura de la luz, en la basura que se acumula en las esquinas. La gente está harta de que le “generen conciencia”. La conciencia, hoy, es un lujo que no se pueden permitir. Lo que necesitan son soluciones.

Y en esa búsqueda, sin saber que están protagonizando un cambio de paradigma, millones están inventando el futuro.

Chilico y la sabiduría de lo concreto

En una chacra, lejos del ruido de los gurús del desarrollo, un hombre de escasa preparación académica da una lección de economía avanzada. Chilico, como le dicen, dejó de usar herbicidas no por una epifanía ecológica, sino porque la cuenta no le daba. El precio de los agroquímicos se disparó más del 150% en los últimos dos años en Argentina, volviendo insostenible el paquete tecnológico para un pequeño productor. Los rendimientos prometidos nunca llegaban, y la tierra, cada vez más cansada y dependiente, pedía a gritos otro trato.

Sin planearlo, Chilico inició una transición forzosa hacia la agroecología. Empezó a hacer abono con los residuos de la misma chacra, a rotar cultivos para que el suelo se recupere, a usar menos venenos y observar más. Su métrica no es la tonelada por hectárea que se cotiza en Chicago, sino la resiliencia de su chacra y la salud de su economía familiar. No sabe que está “decreciendo”, pero está aplicando el principio rector del decrecimiento: producir bienestar con menos recursos, priorizando lo local y lo esencial sobre el mercado global.

Chilico no es un caso aislado. Es el síntoma de un agotamiento. El modelo del agronegocio, con su promesa de eficiencia infinita, se está mostrando como lo que siempre fue: un sistema frágil, caro y ecológicamente suicida. La verdadera eficiencia, la que importa cuando se apagan las luces, es la que practica Chilico.

La huerta comunitaria: acción directa frente al colapso

Lo mismo ocurre en los barrios populares. Las huertas comunitarias no brotan de un ideal romántico, sino de una lógica ferozmente práctica. Son una respuesta a la inflación, a la falta de trabajo, a la necesidad de tejer redes de contención en un mundo que se fragmenta. Según el Relevamiento Nacional de la Agricultura Familiar, se estima que existen más de 10.000 experiencias de este tipo en el país, generando alimentos para unas 500.000 familias. Son cifras que hablan de una economía subterránea y vital.

Esta no es la “conciencia ambiental” que venden las multinacionales. Es soberanía alimentaria en acción. Es gente que, ante la incapacidad del sistema de proveerles comida sana y accesible, decide producirla por sus propios medios. Es la “anarquía ubérrima” de la que habla el pensador Carlos Taibo: la gente tomando en sus manos los asuntos que realmente importan —el alimento, la energía, el cuidado— sin pedirle permiso a un mercado que los ha defraudado. Como él mismo dice: “Frente a la ficción de la política institucional, la efectividad de la acción directa que construye mundos nuevos en los márgenes del viejo sistema que se desmorona”.

No están leyendo a Marx o a Kropotkin. Están leyendo la tierra, las estaciones y las necesidades del vecino. Su filosofía no está en los libros, está en las manos metidas en la tierra.

De la teoría a la trinchera: nombrar lo que ya existe

Esta es la gran desconexión entre la academia y la calle. Mientras los intelectuales debaten cómo bajar las emisiones de carbono, Chilico y los huerteros ya están viviendo en un mundo de bajas emisiones. Lo que falta no es conciencia, sino un marco que le dé nombre y apellido a lo que ya está ocurriendo.

A eso le llamamos agroecología: no es una técnica, es la lógica de producir comida sin envenenar la tierra ni endeudarse.

A eso le llamamos decrecimiento: no es pobreza, es la elección inteligente de privilegiar el bienestar sobre el despilfarro.

A eso le llamamos acción directa: no es desorden, es la capacidad de una comunidad para auto-organizarse y resolver sus problemas sin depender de un salvador externo.

El sistema nos dice que somos individuos aislados, culpables de la crisis y responsables de nuestra propia salvación. La práctica de Chilico y las huertas nos demuestra lo contrario: somos redes de cooperación, y la verdadera resiliencia es colectiva. Mientras el modelo extractivista nos empobrece y nos divide, estas prácticas construyen soberanía y comunidad. Son el único antídoto real.

Conclusión: El único camino es el que ya estamos caminando

No se trata de convencer a nadie de que adopte una ideología. Se trata de señalar lo que ya está pasando y preguntar: ¿A quién le conviene que no veamos esta rebelión silenciosa?

Le conviene a un sistema que se sustenta en nuestra dependencia. Le conviene a la lógica que nos vende soluciones individuales para problemas colectivos. Frente a esto, el acto más revolucionario es, simplemente, hacer como Chilico: mirar la realidad de frente, hacer la cuenta y empezar a construir, desde abajo, el único mundo posible. Un mundo que, contra todo pronóstico, ya está naciendo.

PROCEDENCIA: ECONOMIS, 1 agosto 2025

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