
Al hilo de la nueva vuelta de tuerca que el biogás está dando a Extremadura, nuestro compañero Julio nos envía estas reflexiones desde el corazón.

Julio César Pintos Cubo.
Ecologistas en Acción de Extremadura
Yo soy el jarabugo (Anaecypris hispanica), un pez pequeño, tan frágil que cualquiera diría que soy un suspiro de agua. Nací en los manantiales del alto Zújar, cuando las piedras aún guardaban el brillo de la lluvia y las raíces filtraban el agua como si la peinaran.
Mis abuelos me contaron que, cuando el nitrógeno y el fósforo eran justos, las aguas eran tan claras que el cielo se reflejaba sin deformarse. Emprendí mi viaje hacia el Mar de la Serena, y me dijeron que no, que siendo grande no era mar; seguí nadando por la corriente lenta que serpentea entre las Vegas Altas y las Bajas, donde la vida era lenta y completa
Entonces el agua empezó a enturbiarse, el fondo olía a podredumbre, las algas cubrían la superficie y costaba respirar por los cambios de oxígeno. Contaban los hombres que eso se llamaba eutrofización: cuando el agua recibe demasiados nutrientes —nitrógeno (N) y fósforo (P)— de purines, digestatos y fertilizantes.
Al principio parecía abundancia: durante el día, las algas hacían fotosíntesis y liberaban oxígeno, y la gente creía que el río estaba vivo. Pero era una ilusión, una burbuja efímera. Y “burbuja” es una palabra que nos toca las agallas a los peces: suena a aire hueco, a promesa inflada, a negocios efímeros.
Burbuja fue la inmobiliaria, la de la ganadería intensiva y ahora la de las plantas de biogás. Dicen que los peces no soñamos, porque no tenemos párpados ni cerramos los ojos.
Dormimos despiertos. Unos, como las carpas, se apoyan en la arena o entre las piedras; los jarabugos, peces de corriente, buscamos refugio tras una roca o entre raíces para no ser arrastrados.
Pero en esas noches sin luz, cuando el oxígeno se agota, dormir se parece demasiado a morir.
Cuando llegué al puente romano de Emerita Augusta, donde el granito se confunde con el rumor de los siglos, el verdor del agua parecía hermoso, pero era una belleza enferma. Las plantas exóticas crecen sin control y, cuando mueren, roban el oxígeno que los peces necesitamos para respirar.
Donde antes nadaban las bogas y los barbos, ahora flotan sombras extrañas: el camalote, jacinto de agua, nenúfar mejicano, coloniza la superficie del río y el léxico para nombrarlo, con sus raíces hinchadas, forma tapices que ahogan la corriente. Especies similares ayudan a colonizar acequias y embalses, alimentadas por los mismos nitratos que me asfixian. Ellas bloquean la luz, consumen el oxígeno y desplazan a las plantas nativas, como si el propio río dejara de reconocerse.
El caldo que las alimenta —hecho de nitrógeno, fósforo, pesticidas y herbicidas— es invisible, pero letal: altera mis branquias, mis huevos y mis sentidos, hasta convertir el agua en un silencio sin memoria.
Por eso levanto mi voz, no con ira sino con memoria.
Porque los extremeños supieron siempre que el agua limpia es el oro de la tierra, y que el equilibrio de nutrientes sostiene la vida, no la destruye.
Mis aguas no necesitan plantas que prometen circularidad mientras mantienen el veneno en el digestato. Necesitan respeto: menos ruido, menos química, más raíces que filtren, más tierra que respire.
No hablo solo por mí: hablo por los sisones, avutardas y cigüeñas negras que beben donde yo me escondo, y por los niños que aún creen que los peces pequeños pueden llegar al mar —al de Alqueva, al estuario de Diana que une a España y Portugal tantas veces.
Solicito, como pez y como alegato, que no se autorice ninguna instalación que ponga en riesgo las aguas del Zújar, y que se garantice el cumplimiento efectivo del Plan de Recuperación del Jarabugo, que exige conservar los hábitats fluviales en estado ecológico óptimo, libres de eutrofización, pesticidas y contaminación por nitratos y fósforo.
Solo así el jarabugo podrá seguir nadando —de la sierra al llano, del río al recuerdo—, llevando consigo la esperanza de que Extremadura siga siendo tierra de aguas vivas






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